INVIERNO 2023 / 2024







¿Qué sueñas? A veces, que llego tarde.


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Daniel Leber, Krystel Cárdenas, Laura Zuccaro, Manuel Brandazza.


EsEn









En una iglesia muy grande que todavía no está terminada, hay controles de seguridad como en los aeropuertos. Se paga una entrada muy cara y se siguen normas muy estrictas.

Es un lugar difícil de explicar.

El viento cepilla las enormes torres que se yerguen y los cuellos de los visitantes se curvan exagerados para que la vista alcance las puntas más altas de la estructura inacabada.

No se puede beber ni comer, no es posible utilizar gorras, sombreros ni bouquets, las viudas deben quitarse sus velos negros, los hombros no pueden repirar, los cuerpos deben estar cubiertos, las tetillas deben ser imperceptibles. Normas que pueden parecer simples se vuelven una osadía de hacer cumplir por lo multitudinario del evento diario y por la diversidad nacional de quienes entran al recinto.

La vestimenta es obligatoria, la desnudez no es una opción “esto es una iglesia”, repiten lxs empleadxs, sin saber bien qué es lo que dicen.  Esas mentes diminutas tienen la potencia inenarrable de estar llenas de certezas, no hay dudas respecto de ninguna de las dos ideas: esto es una iglesia y hay que tener vestimenta.

Una vez, los guardias tuvieron que escoltar a dos chicas eslavas hasta la salida. Ellos se veían divertidos cerca de las chicas que desprendían olor a perfumes de freeshop. Sus vestidos eran verdes y ajustados, las dos vestían igual. Más bien, eran iguales: parecían un cosplay de alguna película de fantasía de gemelas. Los vestidos ajustados y verdes, eran de un verde fosforescente, brillaban como el pasto en los días nublados, o como un resaltador en un texto estudiado. El pelo negro, lacio y rutilante era como un ópalo liquido que alcanzaba la extensión del vestido hasta el borde la linea de las nalgas.

Las echaron pobrecitas y lxs empleadxs de la iglesia recorrieron el camino de la vergüenza con la mirada, poniendo especial atención en el punto de apoyo de los tacoaguja que forzaban a las chicas a doblar las rodillas al bajar las escaleras. Ellas eran fascinantes, como maria magdalenas contemporáneas.
Otro día, un día como cualquiera en la iglesia universal, una de las empleadas estaba de pie frente a la fachada principal del edificio. Soportaba sus huesos como podía, aunque lo que más la sostenía era la mirada de sus jefes que además de exigirle que no hiciera nada con su tiempo (lo que ya le suponía un gran esfuerzo), le obligaban a mantener una postura correcta. Las manos a los costados, la espalda y las piernas rectas y una sonrisa que en el frío del invierno se rigidiza y que con el calor del verano se derrite.

En un instante de perplejidad o alucinación la chica notó algo raro en la escena general pero no hizo a tiempo a discernir qué. Justo delante de ella y enfrentándola, un hombre con el torso desnudo flexionaba los brazos elevados, como lo hacen los fisicoculturistas al ser evaluados por el jurado, tensionando los músculos, inflándolos con todo el aire que no tienen dentro.

Aunque el rostro del hombre estaba dirigido a ella, su sonrisa y su mirada también, era evidente que el foco de su atención estaba en la espalda de sí mismo. Antes de que la empleada pudiera darse cuenta del error gramatical -el torso desnudo- en el espacio, dos guardias de seguridad, uno de cada lado, corrieron con falsa velocidad a detener la desnudez del hombre feliz.

La empleada pudo ver a través de la figura del hombre. Detrás de él, una señora muy blanca y rubia tomaba una foto, acuclillada mientras un carrito de bebe le servía de estabilizador para no perder el equilibrio. Estaba sacándole una foto a la espalda de su marido.

Cuando el hombre fue advertido de su inapropiada conducta, la sonrisa se fue, los brazos se distendieron y aún con el torso desnudo, hizo un giro que le permitió a la empleada ver un enorme tatuaje que cubría toda su amplia espalda.

La imagen perpetrada en la piel era una disección minuciosa en valores de grises y negros de la primera fachada construida de la iglesia universal: la fachada del Nacimiento de la Basílica de la Sagrada Familia se reproducía idéntica delante de su original, como un cuadro viviente, como una pintura genial, como un retrato de otra realidad, como una imitación radical.

La empleada pensó sin palabras: “esto es lo sacral”.


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Texto: Mayra Vom Brocke






Esta exposición presenta las obras de cuatro artistas que susurran palabras al oído y nos invitan a incorporar formas desde la intuición.

Unen sus silencios para mostrar aquello que las palabras, en el mejor de los casos, solo pueden acompañar amablemente, pero nunca determinar. En este orden del arte, las obras de Manuel Brandazza, Daniel Leber, Krystel Cárdenas y Laura Zuccaro se repliegan sobre sí mismas y meditan para expulsar después su aura sacral.   

En lo natural de su existencia, lo no dicho se vuelve belleza como un gesto primigenio o en la aparición del brillo de una escama hecha perla. La tarea realizada en silencio da placer sin decir nada. En las obras el tiempo es como un esquema que aparece en la materia, en el trazo, en la suspensión del aire de la habitación.

El tiempo también sobrevive en muchas dimensiones: conviven las distintas versiones de él dentro del vientre de las obras. El instante de esta exposición se hace permanente en lo productivo que se infiltra en el tiempo del sueño y conecta la realidad con lo onírico. El niño pregunta “Mami, ¿qué sueñas?” y la madre responde: “A veces, que llego tarde”. La pregunta inmediata es “¿a dónde?” y la respuesta es: “a ningún lugar”.

La infancia también tiene otro tiempo, el de los sentidos y el descubrimiento, el tiempo que camina más al ras del suelo y mira desde abajo el hueco que esconden las cosas, el de las preguntas, que necesitan una respuesta pero que de tanto en tanto, es imposible dar y entonces, lo mejor, es la simpleza.

Esta exhibición se aleja del espectro de la autoría, no tiene afán de originalidad, sino de conexión con lo que ya conocemos pero de una forma diferente.


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